Los padres creemos que para comunicarnos adecuadamente con nuestros hijos nos basta el profundo amor que les tenemos, nuestra experiencia de la vida y la necesidad que ellos tienen de ser guiados y corregidos. Probablemente estos tres ingredientes, junto al sentido común, sean suficientes en muchas ocasiones para mantener una buena comunicación con nuestros hijos. Y tal vez sería un esquema válido si no existieran los sentimientos.
El mundo emocional del niño es tan o más complejo que el del adulto, lo que dificulta el entendimiento entre ambos y hace imprescindible que los padres aprendamos el arte de la comunicación para garantizar que decimos lo que queremos decir y, a la vez, escuchamos lo que realmente el niño siente y quiere decir. Esto puede parecer una nimiedad pero en las relaciones cotidianas, los conflictos, la sobrecarga de trabajo y el cansancio ponen las relaciones entre padres e hijos en constante jaque.
Nosotros, como adultos, confiamos nuestros sentimientos, problemas y ansiedades sólo a aquella o aquellas personas que sabemos que realmente nos prestarán toda su atención y nos escucharán más allá de las palabras. A los niños y a los adolescentes les ocurre lo mismo. Y cuanto más pequeño es el niño, más necesita que prestemos oídos y atención a sus conflictos cotidianos por mucho que a nosotros, en ocasiones, nos parezcan insignificantes y baladíes.
Las palabras que utilizamos como respuesta a las explicaciones de un niño pueden facilitar que continuemos el diálogo o bloquearlo. Veamos el ejemplo siguiente:
Víctor es un niño de 4 años y al salir de clase la señorita le dijo a su madre:
- Hoy he tenido que castigarle con otros niños en unas sillas aparte porque no querían volver del recreo.
Su madre podía haber contestado:
- ¿Cómo es eso Víctor? Debes hacer caso a tu señorita y entrar en clase cuando ella lo dice.
Y ahí se habría acabado la conversación. La madre no habría dejado espacio para la comunicación ni de los sentimientos ni de la situación personal vivida por el niño en el recreo.
Veamos cómo respondió su madre y qué sucedió:
Señorita- Hoy he tenido que castigar a Víctor con otros niños en unas sillas aparte porque no querían volver del recreo.
Madre- (cogiéndole en brazos y alejándose) ¿Cómo te has sentido cuando la señorita te ha castigado?
Víctor- Mal, muy mal.
Madre- ¿Por qué crees que os ha castigado?
Víctor- Porque no entrábamos en clase. Pero es que yo estaba jugando con mis amigos en el tobogán y no quería entrar.
Madre- ¿Y crees que tenías que entrar o quedarte en el patio?
Víctor- Tenía que entrar.
En el primer diálogo, para el niño, la intervención de su madre resulta vacía de contenido puesto que él ya ha llegado a la conclusión de que debe entrar en clase cuando la señorita lo llama y, sin embargo, no se tiene en cuenta cómo se ha sentido, cómo ha vivido la situación. Mientras que, en el segundo, lo que el niño recibe es: “A mi madre realmente le interesa lo que siento y lo que pienso”.
Las palabras que elegimos evidencian una actitud de escucha y atención hacia el niño o de ignorancia y desatención. Según analiza el psicólogo K. Steede en su libro Los diez errores más comunes de los padres y cómo evitarlos, existe una tipología de padres basada en las respuestas que ofrecen a sus hijos y que derivan en las llamadas conversaciones cerradas, aquellas en las que no hay lugar para la expresión de sentimientos o, de haberla, éstos se niegan o infravaloran:
Los padres autoritarios: temen perder el control de la situación y utilizan órdenes, gritos o amenazas para obligar al niño a hacer algo. Tienen muy poco en cuenta las necesidades del niño y transmiten el mensaje de que los padres no están interesados en lo que el niño sienta o tenga que decir. Se erigen en la autoridad por la fuerza.
Los padres que hacen sentir culpa: interesados (consciente o inconscientemente) en que su hijo sepa que ellos son más listos y con más experiencia, estos padres utilizan el lenguaje en negativo, infravalorando las acciones o las actitudes de sus hijos. Comentarios del tipo “no corras, que te caerás”, “ves, ya te lo decía yo, que esa torre del mecano era demasiado alta y se caería” o, “eres un desordenado incorregible”. Son frases aparentemente neutras que todos los padres usamos alguna vez. El problema es que sean tan habituales que desmerezcan los esfuerzos de aprendizaje de nuestro hijo y le conviertan en una persona dubitativa e insegura.
Los padres que quitan importancia a las cosas: es fácil caer en el hábito de restar importancia a los problemas de nuestros hijos sobre todo si realmente pensamos que sus problemas son poca cosa en comparación a los nuestros. Comentarios del tipo “¡bah, no te preocupes, seguro que mañana volvéis a ser amigas!”, “no será para tanto, seguro que apruebas, llevas preparándote toda la semana” pretenden tranquilizar inmediatamente a un niño o a un joven en medio de un conflicto. Pero el resultado es un rechazo casi inmediato hacia el adulto que se percibe como poco o nada receptivo a escuchar. Con este tipo de respuestas sólo lograremos alejar a nuestro hijo de nosotros y comunicarle que no nos interesan ni sus problemas ni sus sentimientos o que los consideramos de poca importancia, opinión de la que es fácil derivar “luego, yo tampoco les intereso”.
Los padres que dan conferencias: la palabra más usada por los padres en situaciones de “conferencia o de sermón” es: deberías. Son las típicas respuestas que pretenden enseñar al hijo en base a nuestra propia experiencia, desdeñando su caminar diario y sus caídas. “Deberías estar contento, la fiesta de cumpleaños ha sido un éxito” o “deberías saber que tu profesor sólo quiere lo mejor para ti”. Así estamos dejando de escuchar y de interesarnos por lo que realmente el niño o el joven está sintiendo o pensando. Después de respuestas de este tipo, nuestro hijo dará media vuelta y probablemente pensará: “ya está otra vez diciéndome lo que tengo que hacer, ¡qué pelma!”.
Frente a estas actitudes, defendemos la comunicación abierta, basada en la capacidad de escuchar activamente. Escuchar activamente es algo más que percibir con nuestros oídos las palabras que nos envía la persona con la que estamos hablando. Supone estar dispuesto a captar los sentimientos del niño, la profundidad con que le ha afectado el problema y la necesidad, manifiesta o no, de hablar de cómo se siente. Y también supone respetar y aceptar al niño tal y como es, sin etiquetarlo ni rechazarlo por lo que siente o por lo que hace. Para comunicarnos de manera efectiva con nuestros hijos es necesario que aceptemos lo que son y lo que sienten, porque de esa manera podrán aceptar que no estemos de acuerdo con lo que hacen y serán capaces de confiar en nosotros haciéndonos partícipes de sus pensamientos y de sus sentimientos. Otra de las grandes ventajas que comporta mantener una comunicación abierta es la disminución de los conflictos habituales con los hijos.
Escuchar es un arte que implica en la misma proporción a la razón y al corazón. Descuidar uno desnivelará la balanza y perderemos el equilibrio necesario entre la corrección y la ternura, o entre la educación y el amor. Escuchar ha de implicarnos totalmente. Cuando nuestro hijo se acerca lloroso, apesadumbrado, disgustado, dolido o desengañado, escuchemos no sólo las palabras, sino empaticemos con él y miremos sus ojos, su corazón, sus sentimientos y emociones más profundas y sintámonos seres privilegiados por poder estar a su lado y ser con nosotros con quienes comparte sus ansias y desvelos, y démosle entonces las palabras de aliento y el abrazo necesario que les lleve a poder VIVIR Y APRENDER como seres autónomos y emocionalmente estables.
Fuente: Escuela para padres
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